MADRID / Grandísimo éxito de Batiashvili y Järvi con una sobresaliente Tonhalle de Zúrich
Scherzo
30/10/2024 /
Rafael Ortega Basagoiti
Madrid. Auditorio Nacional. 29-X-2024. Ibermúsica 24-25. Orquesta de la Tonhalle de Zúrich. Director: Paavo Järvi. Solista: Lisa Batiashvili, violín. Mozart: Obertura de Don Giovanni. Prokofiev: Concierto para violín y orquesta nº 2. Shostakovich: Sinfonía nº 6.
Varios ingredientes del mayor interés en la doble visita de la Orquesta de la Tonhalle de Zúrich, formación que ha tenido titulares muy ilustres, como Hans Rosbaud o Rudolf Kempe, pero invitados incluso más célebres, como Böhm, Furtwängler, Klemperer, Walter, Kubelik o Solti, entre otros. Casi nada. La orquesta suiza no visitaba Madrid desde hace 6 años, y era esta la primera ocasión en que lo hacía con su titular actual, el estonio Paavo Järvi (Tallin, 1962), que asumió el puesto en 2019. Järvi ha visitado en diferentes ocasiones nuestro país, también con la Deutsche Kammerphilharmonie, pero creo que por la capital hace algún tiempo que no pasaba, y su última presencia en el ciclo de Ibermúsica se remonta a 2012.
El programa seguía el habitual diseño obertura-concierto-sinfonía, aunque excepto la primera, la bien conocida y dramática obertura del Don Giovanni mozartiano, ni el concierto ni la sinfonía pertenecen a eso que se conoce como “lo de siempre”. El Segundo Concierto de Prokofiev se ha ofrecido apenas tres veces en el ciclo, la última, qué casualidad, en las manos de la misma solista de la velada que se comenta, hace seis años. La Sexta Sinfonía de Shostakovich, por su parte, se ha interpretado en la temporada de Ibermúsica en cuatro ocasiones desde 1989, aunque es cierto que la última fue, también es casualidad, el pasado año.
Nos recuerda oportunamente Javier Pérez Senz en sus notas al programa que el Concierto de Prokofiev se estrenó justamente en 1935 en Madrid, por Robert Soëtens y la Sinfónica de Madrid, hecho que precisamente recordaba la orquesta madrileña incluyendo dicha obra en su reciente celebración del 120 aniversario de la formación. El concierto es obra en cierto modo algo atípica en el catálogo del ruso. Escrita, como él mismo apuntaba, en diferentes sitios, como testimonio de la “existencia nómada” que le llevaba de un lado a otro para distintos conciertos, es también una página en la que se intenta acercar a los nuevos deales estéticos imperantes en su país, al que deseaba regresar. El solo inicial del violín, sin la orquesta, con un cierto deje de melancólica amargura, abre la puerta a una partitura en la que el Prokofiev más incisivo y ácido de otras ocasiones deja paso a uno más lírico, reflexivo, cuyo discurso no es de los más inmediatamente accesibles, y que se acerca, en muchos momentos, a la estética de la que habría de ser una de sus más célebres partituras, el ballet Romeo y Julieta, que vería la luz poco después (1938). Uno tiene la sensación de percibir cierto desasosiego desde ese solitario inicio del violín, sensación que no termina de abandonarnos casi en ningún momento, pese al carácter más incisivo y festivo del allegro ben marcato final.
Teniendo en cuenta la excelente memoria que dejó en su momento (2018) la violinista georgiana Lisa Batiashvili (Tiflis, 1979) cuando interpretó el mismo concierto (en aquella ocasión junto a Vladimir Jurowski y la siempre intensa Gustav Mahler Jugendorchester), se aguardaba también con ganas su nueva presencia, en un repertorio que domina como pocos. Y Batiashvili no decepcionó en absoluto. El sonido conserva la belleza apreciada entonces, pero parece haber ganado en cuerpo y presencia. Con un arco ágil, impecable articulación y muy precisa afinación, Batiashvili supo desgranar con la mejor expresividad esa expresión singular de este concierto, que pide sentida expresión en momentos como ese canto inicial o buena parte del bellísimo Andante assai, pero que también demanda el empuje rítmico, el sabor de danza, la pizca de acidez y chispa que tiene el endiablado movimiento final, en la que consiguió un sonido apropiadamente más rústico. Magnífica, precisa e intensa lectura la suya, acogida con calor por el público. Järvi, sobre el que comentaremos con más detalle a continuación, ofreció una cobertura impecable, atenta, cuidada y perfecta en el ajuste con la solista. Como muestra valga un botón: la primorosa transición dibujada desde el podio, en el segundo movimiento, al pasaje indicado Andante assai come prima, y el exquisito canto de los chelos en los compases finales, sobre los pizzicati de la solista. Siguiendo la estela de su grabación para DG, la georgiana regaló la Danza de los caballeros (o Capuletos y Montescos, que con ambos títulos se la conoce) del mencionado ballet Romeo y Julieta, en la adaptación para violín solista y orquesta (reducida respecto al original de Prokofiev) realizada por su padre, Tamás Batiashvili.
La Sexta de Shostakovich, que ocupaba la segunda parte, escrita apenas dos años después de la quinta, apuntaba, según declaración del compositor, a “diferir del estado de ánimo y tono emocional de la Quinta, caracterizada por momentos de tragedia y tensión, para dar paso a una música de orden contemplativo y lírico”, queriendo transmitir en ella “los estados de ánimo de la primavera, la alegría, la juventud…”. Claro está que teniendo en cuenta las circunstancias en que Shostakovich hizo estas declaraciones (la URSS de 1939, con cierto Stalin en el poder y la guerra mundial asomando las narices), conviene tomarlas con pinzas. Timothy Day, en las notas que acompañaban la antigua grabación del ciclo íntegro por Bernard Haitink, señalaba que en esta sinfonía hay “sentimientos de desolación espiritual, soledad y frustración, y que incluso la vibración de algunos momentos no puede ocultar una melancolía siempre presente”. El director de orquesta Mark Wigglesworth, por su parte, destaca la aparente y no disimulada contradicción entre el dolor intimista del primer tiempo y la aparente o pretendida alegría “pública” o más exteriorizada de los dos tiempos finales. Un contraste que, en su opinión, intentaba retratar Shostakovich, “como si respondiera al requerimiento de Stalin: ¿Quieres música “ligera” y ruidosa? La vas a tener, y con venganza.”
Paavo Järvi es uno de los mejores maestros de la actualidad, y de los más versátiles. Es capaz de acercarse con el mayor de los éxitos al clasicismo de Mozart o Haydn, con pautas decididamente próximas (algo que ya apuntó en la entrevista que mantuvo con quien esto firma hace año y medio en Frankfurt, oportunamente publicada en Scherzo) a lo históricamente informado, pero también, con solidez, intensidad e inteligente sabiduría constructora a universos bien diferentes, sean estos los de Bruckner, Mahler o, como en este concierto, Shostakovich. El estonio posee un gesto natural, fluido, con una muñeca que maneja la batuta con tanta claridad como flexibilidad y elegancia, siempre ágil y con la intensidad y el acento preciso. Su lenguaje facial es inequívoco, como lo es su mano izquierda, nítida indicadora de matices o acentos. Järvi es de los que ha entendido hasta qué punto, en esta era de cortedad de tiempos de ensayo, la claridad del gesto ha pasado a ser esencial para comunicar con rapidez y eficiencia lo que quiere hacer llegar a los músicos y no puede explicar con discursos para los que, simplemente, no hay lugar.
Es la suya una maestría que se hizo bien pronto evidente, en una obertura del Don Giovanni mozartiano rotunda, intensa, dramática, muy adecuadamente austera en el vibrato de la cuerda, con un andante alla breve que se alejó de la pesantez sin perder solemnidad, que mostró el drama con la densidad apropiada, con contrastes y acentos envidiables, crescendi de gran efecto, y que vibró en el molto allegro con la trepidación y tensión deseables. Mozart de alto voltaje, que es lo que pide esta música maravillosa del salzburgués. Ya en ella tuvimos, además una buena pincelada sobre la magnífica respuesta orquestal, sobre la que volveremos inmediatamente.
Järvi se acercó a la Sexta de Shostakovich como si fuera perfectamente consciente de ese retrato intrincado, como si el mundo ilógico y contradictorio del que nos habla Wigglesworth estuviera ahí, camuflado tras una pátina de pretendida, solo pretendida, diversión y ligereza. El comienzo del Largo inicial, uno de esos unísonos shostakovichianos que son la viva imagen de lo desolado, sentaron la atmósfera de una interpretación que iba subiendo la carga emocional por momentos, siempre con los planos orquestales adecuadamente trazados, la textura de la gran orquesta cuidada para la mejor transparencia, pero sin perder nunca un ápice de intensidad expresiva y tensión. Ya había brillado la orquesta en las dos obras anteriores, pero aquí alcanzó un nivel realmente extraordinario. Exquisito el corno inglés en el pasaje indicado poco più mosso e poco rubato, impecables las trompetas con sordina justo antes del moderato, en el que brillaron los solistas de flauta y fagot.
Y llega el momento en el que tengo que destacar, con nombre propio, a la solista de flauta de la formación suiza, Sabine Poyé-Morel. Su actuación en los solos de flauta de este movimiento se encuentra entre las actuaciones más asombrosas que el firmante ha escuchado en un solista de viento en mucho tiempo. Los largos pasajes en ppp, susurrados en una delgadez inverosímil, se escucharon articulados con nitidez, pero con tal nivel de delicadeza que resultaron verdaderamente estremecedores. Llegado el momento en que Järvi reconoció la labor de los solistas, ella se llevó, con toda justicia, la ovación de la noche. Sencillamente formidable. Pero sería injusto no destacar el impecable ajuste, redondez y presencia de la cuerda o las altísimas prestaciones de muchos otros solistas, desde el trompa al clarinete bajo, el fagot, el contrafagot el concertino Andreas Janke o la solista de flautín. Para el recuerdo el sobrecogedor final de este movimiento.
Movido el allegro siguiente, incisivo, dibujado por la orquesta con impecable precisión y empuje, con fantásticos solos del timbal (otro músico de primera) y, otra vez, de la precitada Poyé-Morel. Järvi supo dar, a este movimiento y al siguiente, esa mezcla, intencionadamente ambigua, en el que lo festivo asoma, sí, pero de aquella manera… que quizá no es tan festiva. Fulgurante el presto final, muy cercano, sin duda, a lo prescrito por Shostakovich blanca=168 (compás 2/2). Lo de ¿Quieres música “ligera” y ruidosa? La vas a tener, y con venganza, antes mencionado, llevado a su máxima expresión y con altísimo voltaje. Absolutamente electrizante este movimiento final, con solos estupendos de fagot y concertino, entre otros, y cerrados con rotunda brillantez.
Se desbordó, muy comprensiblemente, el entusiasmo del público, consciente de haber asistido a un concierto excepcional, con una orquesta de primerísima y un director que demostró, una vez más, su enorme clase. El estonio decidió que la propina debía inclinarse hacia el desenfado y eligió terminar con una sonriente versión del arreglo que el propio Shostakovich escribió en 1927 (op 16 de su catálogo) de la popular Tea for Two de Vicent Youmans. Magnífico concierto que hace esperar lo mejor del segundo, en el que nos espera la Séptima de Mahler.
Rafael Ortega Basagoiti
(fotos: Rafa Martín / Ibermúsica)
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